Encajaban a la perfeción, que ni pintados, ni hechos a medida. Al completo formaban una imagen vital y colorida, entusiasta . El jardín de las delicias. Al poco, un afán aventurero, un error, un paso en falso, una cana la aire, un día de picos pardos y se perdieron. Él vivió la tristeza del que nunca más pudo completarse. Ella, la soledad de la pieza perdida, la dura impotencia de quién, creyendo ser imprescindible, no puede estar donde le toca. Él, en su intento de llenar ese vacío, cada día crecía un poquito, hasta que logró ocuparlo con él mismo. Nadie notó la diferencia. La fue olvidando. Sustituyó su cuerpo, cambió su vida. Ella se fue deteriorando poco a poco en un recóndito rincón de la salita, debajo de aquel mueble tan antiguo. Jamás pudo recomponer su vida, aunque su verdadero final llegó el día en que ya nadie la recordaba.
Que dura diferencia de actitudes. Tal vez ella debería haber confiado más en el poder de la mujer que todo lo puede y así y solo así podría haber salido enérgicamente reconstruida de ese adiós. Un saludo
ResponderEliminarDos formas de enfocar una situación. Que penita me causa ella y que amor a la vida el de él.
ResponderEliminarUn abrazo
Una historia tan triste como bella. Un abrazo fuerte, Isabel.
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