¿Mamá?… No, mamá, estoy bien. Sí, mamá. No, escucha, estoy en Atocha a tres horitas sólo de Sevilla con el Ave, ¿y por qué no? - la vieja maleta roja, vencida por el peso, cae, la recojo y la aguanto entre las piernas- Sí, sólo sería una semanilla, … si podéis os instaláis en casa con el peque, que lo trae mañana el padre. Bueno pues coméntaselo a papá, me espero. (…) ¿Cómo que y eso? Pues un ataque de raíces de los míos, está tan cerca… ¿Sí? vale, voy corriendo a cambiar el billete que el tren sale dentro de media hora. Un beso, mamá. Os llamo luego.
Los recuerdos revientan durante el trayecto, las imágenes y las palabras se agolpan en mis ojos y mi boca se curva en una sonrisa que conozco bien, la del alivio, la de la satisfacción con ansias de permanecer. No pierdo de vista la maleta, mi presente maduro, las prendas que elegí para el viaje. Ni siquiera intento subirla al portaequipajes, pesa demasiado y no quiero que nadie me brinde ese tipo de ayudas inmediatas.
Regreso hoy a tu mar de olivos, a tus cortijos blancos, a caminar veranos por tus tierras cuarteadas y sedientas, a tus patios encalados de pilistras verdes, de geranios rojos, de jazmines blancos, a los lunares que bailan al son de tus guitarras y tus palmas, a la casa de Juan González. Vuelvo para charlar en la cocina con Dolores, a recordar, a reírnos con Javier de la niña catalana que corría por los tejados a la hora de la siesta.
El abuelo se muere y me llama, no quiere marchar sin abrazarme. Es un invierno duro en la sierra sevillana. Aquí estoy. Pero tú finalmente no te vas y disfruto de tus mimos y tus cuentos de Calleja, del cinquillo, de la ronda, de la mona, de la brisca alrededor de la mesa camilla, de tus trampas, del tiritritán, tan, tan, al trote y al galope, carcajeando en tus rodillas, y los ojos cerrados, tus dedos en mi espalda Tricotrín, tricotrán, de la vera, vera, van, del palacio a la cocina, ¿Cuántos dedos tengo encima?... ¡Tres!
Son las tres y en la radio empieza el parte, yo no entiendo casi nada pero lo escucho contigo, ha muerto Kennedy asesinado, parece una noticia importante, no sé por qué me va a quedar en el recuerdo. Una hora más tarde, la radionovela, mi tía y yo nos quedamos embobadas escuchando, hoy la va a besar seguro, lleva tres días intentándolo, Lucecita llora, mi tía plancha, yo la miro.
Casi un año. Mamá tarda en venir a recogerme: algo pasa. Me envía por correo ropa hecha por ella, zapatos nuevos y un bolso blanco, última moda en la capital catalana, blanco también de las risas de mi amiguitas de tejado, enormemente grande, más grande que yo, ¿mi madre no se acuerda ya de mi tamaño?
Por fin te veo aparecer una mañana, tan delgada, tan envuelta en luto y en tristeza. Vienes a buscarme y me cuentas, mientras secamos nuestras lágrimas, que hemos perdido a Pepi, que por eso habías tardado tanto, que ni un solo día pasaste sin pensar en mí, que no me habías abandonado, que qué tonta, que claro que me quieres. Un accidente. Yo soy la mayor, ya tengo casi ocho años, debí estar allí para cuidarla, quizás lo hubiese evitado. Nos espera el autobús de Barcelona, Despeñaperros, catorce o quince horas, volvemos a casa. Nunca más me separo de ti, mamá.
Sentadas en el patio, bajo la parra, Dolores y yo recordamos aquella Semana Santa en que volví mocita y quinceañera con mi hermano y nos reímos de mi rebeldía, de mis medionovios, de los sermones con los que tú, mi querida tía, te ganaste mi odio adolescente.
Al ratito de llegar y de besarte: Mi Isabel María, con lo que yo la he querido y no haberla conocido, dices entre dientes, moviendo la cabeza de una lado a otro, sin mirarme a los ojos, y asoman unas lagrimillas a tu viejo rostro y yo te beso tres o cuatro veces más hasta que desaparece esa angustiosa sensación senil. Aquí estoy.
Hoy te acompaño yo a tomar tu café diario en el bar de “Granaíta”.
- ¿Esta es la mayor de Ignacio, no?, todos tus viejos amigos me celebran.
- Sí, hombre, sí, y de Isabelita la Repecha - y me miman.
Tú le compras el helado a tu nieta de seis años y me lo como yo, mocita y divertida. Al rato volvemos a casa despacio, aprendo de ti a ir despacio, toda una proeza en mis quince efervescentes años.. De tanto en tanto vas sacando de tu chaleco el reloj de bolsillo y lo miras, es importante el tiempo, queda poco, me dices con la respiración entrecortada, yo intentaré estar cuando te vayas, pienso. Y te doy otro beso.
Javier se va a dar de comer a las bestias, Dolores y yo nos quedamos solas, rememoramos juntas el triste día de la muerte del abuelo, aquí, en su casa, en su cama- cuando vuelvo siempre duermo en la cama del abuelo, soy invencible en su cuarto - sin sedantes, de viejo, a palo seco...
Aquí estoy abuelo, otra vez, mujer y esposa, a cogerte la mano, a que me sientas muy cerca en tu agonía. La aprietas y yo te correspondo controlando la ansiedad y la pena que me produce el sonido de tu respiración, el maldito líquido de tus pulmones que te está ahogando. Siento tu sufrimiento. Vuelves a apretarme la mano y vuelvo a corresponderte. Aquí estoy abuelo. De madrugada mi padre me despierta, es la primera vez que le veo llorar, "Ya está, se acabó", salto de la cama, no sé como me deje convencer par irme a descansar un rato, no quiero, voy a verte a tu cama, cuanto te quiero, la muerte en tu rostro, indescriptible, lloró desconsoladamente, no quiero, te quiero, aquí estoy. Te beso por última vez. No puedo soportar que cierren ese estrecho ataúd que te contiene mientras llega el cura y empieza el entierro. La muerte cruel me priva de tocarte y abrazarte, de reír contigo de tus desvaríos, de oírte hablar en sueños por las noches, de tus manías de viejo, de tus cuentos, de tus besos. Ayer te velé y hoy acompaño tu féretro, triste y orgullosa, por las calles del pueblo.
Cuando levanté la vista, tía Dolores me estaba mirando con esa sonrisa paciente que siempre tuvo conmigo, como aguardando a que volviese del recuerdo. Nos retiramos ambas a nuestras tareas, ella a la cocina, yo a deshacer la maleta que Javier, sin preguntar, había llevado a la habitación del abuelo.
Por el pequeño tragaluz que da a los campos de atrás, llegan los gritos de los espectadores, el campo está repleto, la banda del pueblo orquesta los goles locales. Son días de feria, de júbilo, de pausa, de tapas y rebujitos a cualquier hora. En la habitación, sin embargo, reinan despacio la oscuridad y la calma. Aquí dentro el tiempo se dilata, se demora, flota y se va depositando lentamente sobre mis viejos recuerdos, sobre mis primeras canas, sobre los muebles.
Todo seguía igual, los mismos colores oscuros en las maderas y los blancos veteados de grises en los sobres de mármol. La vieja cómoda continuaba protegiendo en su interior los objetos de siempre, sus escapularios, su maquinilla de afeitar de bronce, sus estampitas de santos, los diminutos cuentos de Calleja, los recordatorios de los que se habían ido marchando, la gramática de la abuela, y la frágil pareja de jarroncillos de cristal azul que continuaban recogidos y envueltos para evitar el extravío. La mesita de noche, altísima, un cíclope desproporcionado con el resto de la estancia que siempre me invitó a pensar que su único cajón debía de contener algo importante. El espejo del tocador, algo deteriorado, me sorprende devolviéndome la imagen de una mujer adulta. Una mujer adulta y sola que regresa. Es importante el tiempo. Y su cama, soy invencible, el ruido de su respiración, aprendí contigo a ir despacio. Mi maleta.