20 de abril de 2011

LAS MUJERES DE HAZERSWOUDE



Hazerswoude- Tsjechov, 2006 (Ellen Kooi)

I.  EL MAIL

“Me llamo Ellen: me gano la vida retratándola y no estoy loca. He hecho miles de fotografías a lo largo de mi carrera pero les aseguro que las imágenes de las que hoy les hablo quedaron prendidas en mi retina y mi memoria para siempre. Es una imagen, son tres imágenes, es una imagen: son la historia de una mujer, desconocida entonces, que apareció en mi objetivo inesperadamente en unos de mis innumerables paseos por los canales de Hazerswoude durante el crudo invierno de 2006”

     Recibo este texto entrecomillado en el cuerpo de un mail junto con el archivo adjunto de una imagen. La remitente, Ellen Kooi: una conocida fotógrafa holandesa sobre la que había publicado algún artículo en el diario para el que trabajo. Según ella, yo había sido el único crítico capaz de captar el alma de esa imagen, adjuntaba su móvil y me solicitaba que me pusiese en contacto lo más pronto posible, necesitaba hablar conmigo. Se encontraba estos días en Barcelona y no quería dejar pasar la oportunidad de hacerlo: yo tampoco. El motivo quedaba en el aire, el misterio también.
     Reconocí la fotografía al instante, formaba parte de una colección ambientada en los paisajes de canales holandeses que la artista había expuesto hace ya unos años en Barcelona, y sobre la que versaba el artículo al que se refería su autora. Volví a mirarla, la resolución era alta y eso me permitió ver detalles que había olvidado. Es cierto que en su momento me impactó el rostro de esa mujer en primer plano: el contraste entre la calidez de su mirada directa y limpia y su pelo encendido iluminando la estancia, con la frialdad de la negrura del canal rodeado de nieve. Recuerdo también haber pasado largo tiempo intentando descifrar el mensaje de esa imagen, esclarecer si las otras dos mujeres eran o no la misma mujer. La razón no podía explicar todo lo que veía, mi intuición, sin embargo, sí me llevaba a entender que allí se había plasmado todo un mundo interior femenino, lleno de anhelos, sueños, deseos, olvidos, esperas, soledades. Así lo había expresado en mi artículo: me parecía una obra inacabada. Y el agua, presente siempre en su obra.

     - El tiempo es agua – refería la autora en una entrevista concedida al diario El País en aquella época- siempre regresamos al agua.

Sentía que sólo la persona que tomó la instantánea tendría las claves de su mensaje: de esas mujeres, de esa mujer, de esos momentos. Ahora tendría la oportunidad de averiguarlo.

Unos meses después de mi entrevista con ella publiqué este relato a petición suya y tras exponerme las dificultades que había tenido en sus intentos de realizarlo ella misma.

II. LAS MUJERES DE HAZERSWOUDE

     La fotógrafa Ellen Kooi, embarcada en su nuevo proyecto, viaja con el objetivo de conseguir un buen reportaje gráfico que capte la vida de las gentes al borde de los muchos canales de Hazerswoude. El escenario no podía ser mejor: la belleza de ese lugar, al que siempre se prometió regresar, y la luz recién estrenada de una mañana fría y gris de invierno. El de 2006 está siendo un invierno duro y los restos de la nevada de la noche anterior se acumulan en los bordes de la carretera.
     Ellen conduce con precaución en dirección a la zona elegida previamente cuando, allá abajo, al borde del canal, una casa llama su atención: la sencillez de sus formas, su transparencia, su discreción, su luz. Se acerca, aparca a una distancia prudencial y, procurando no ser vista, se adentra a pie con su cámara.
     Es su estrategia, la fotógrafa busca retratar personas interactuando con el paisaje de manera espontánea: no deben percatarse de su presencia. Si el trabajo finalmente prospera, visita a sus protagonistas y les solicita permiso para publicarlo. No suelen negarse, su fama la precede y las fotografías son excelentes.
     La casa tiene grandes cristaleras que dan al canal y se mimetizan con sus aguas heladas. No es fácil distinguir donde empiezan unas y acaban las otras. La luz, el agua, la arboleda, la nieve y el cielo gris se reflejan en las paredes transparentes del edificio como si formaran parte de él.
     Decide acercarse un poco pero antes protege su cámara: no es la primera vez que ambas acaban dando de bruces contra el suelo buscando un plano maravilloso que la inmortalizaría e inutilizando alguno de sus carísimos aparatos.
     No puede avanzar más, el desnivel es peligroso así que se instala, coloca el objetivo y enfoca para obtener un plano que capte parte de la casa y del canal: es entonces cuando ve a Sofie Drescher por primera vez.
     La sorpresa ante la mirada obstinada de esa mujer clavada en el objetivo la desconcierta de tal modo que, asustada, se retira bruscamente hacia detrás, disparándosele accidentalmente la cámara. La estaba mirando directamente a ella y su media sonrisa parecía confirmar que había descubierto sus intenciones, lo cual parecía del todo imposible dada la gran distancia a la que se encontraba de la casa y la frondosidad del lugar en el que se había agazapado. Quizás lo más correcto hubiese sido acercarse a dar las explicaciones pertinentes y pedir dispculpas por la intromisión en la intimidad de su hogar pero el sobresalto aún no la había abandonado y prefirió marcharse de allí rápidamente: necesitaba alejarse y pensar en lo sucedido ya que no era capaz de entender la mezcla de atracción y miedo que acababa de experimentar en tan pocos segundos ante esa presencia inesperada.
     Habían pasado dos semanas desde aquel día y Ellen no lograba apartar a aquella mujer de su pensamiento. Apenas había tenido tiempo de percibir su aspecto físico aunque, la gran observadora que era, ya la había registrado como una especie de Gioconda pelirroja vestida de verde brillando entre los colores apagados y neutros del entorno.
     En los días que siguieron al precipitado encuentro, había seguido realizando trabajos en la zona pero siempre evitó acercarse a la casa de cristal, como la denominaba cada vez que rememoraba la anécdota con alguno de sus viejos conocidos de profesión: ellos insistían en que se había obsesionado con la pelirroja del vestido verde y que debía volver para esclarecerlo todo, presentarse y tomar unas fotos que, con toda seguridad, serían excelentes puesto que el interés y el misterio estaban servidos y la mirada de su cámara, la suya propia, ya estaba condicionada a captar algo muy especial.
     Hoy es el gran día: Ellen se dispone a visualizar los trabajos de las últimas semanas. No suele hacerlo hasta dar por finalizado el reportaje, otra estrategia habitual en la artista para evitar condicionar sus tomas posteriores y que hasta ahora le había dado muy buenos resultados. Consistía en evitar que las imágenes tomadas un día interactúasen sobre las del siguiente.
     La primera que carga su editor la paraliza: es ella, la chica del vestido verde, y la mira como aquel día. No recordaba haber tomado esa foto, es más, estaba segura de no haberlo hecho. La misma mirada de complicidad, como si estuviera esperando encontrarse con la suya. Sentada, con los brazos relajados en el regazo, encendiendo la estancia con su pelo y con esa media sonrisa de boca grande y labios gruesos, distendidos. Necesita hacer un zoom sobre el verde de sus ojos para constatar que no son un reflejo brillante del color de su vestido. No lo es. Si ella tuviera esos ojos también hubiese elegido ese color para sus ropas. Ellen tiene la misma sensación de sobresalto, de haber sido descubierta.
     En la fotografía no está sola, aunque no recuerda que hubiese nadie más ese día, todo fue tan rápido. Aparecen otras dos mujeres de aspecto y atuendo muy parecidos: las tres visten el mismo color, las tres evitan recoger y cepillar sus largas melenas rojizas.
     En segundo plano, de pie, los hombros al descubierto, otra mujer pega sus manos y su mirada al ventanal buscando el cielo. No puede evitar compararla con mi Gioconda, su actitud es menos relajada: nota en su postura la tensión del anhelo, del deseo, de un sueño, de una espera. Cierta melancolía. Fuera, junto al canal a través del cristal puede verse otra mujer un poco más abrigada, los pies hundidos en la nieve, abrazándose a sí misma, encogida, no sabe si de frío, de tristeza o de ambas cosas. La tensión emocional crece a medida que los planos se alejan y las figuras femeninas disminuyen en tamaño al tiempo que aumenta su desasosiego. La relación que pueda haber entre estas tres mujeres intriga a la fotográfa, que ya en ese momento decide que se presentará en la casa cualquier día para excusarse y saber algo más de ellas.

     Hay aguas por todas partes: las negras del canal, las níveas y sólidas del suelo, las condensadas en el cielo a punto de romper en lluvia clara y tranparente. Pero la que más llama su atención es la que guardan en el interior de la casa en esos dos recipientes de cristal: está limpia, está quieta. Nada tiene mucho sentido. Hay cierta incoherencia en todo lo que ve. No hay muebles en la estancia excepto el sillón tapizado en blanco en el que reposa, esperándola, su Mona Lisa- ya le resulta familiar. El suelo rojizo acoge piedras y broza como ocurre en esas casas abandonadas en las que la naturaleza penetra sin saber cómo a pesar de tener todos sus orificios cerrados, ese abandono que contrasta con el largo radiador del fondo de estilo muy actual.

Son las ocho de la mañana, aplica ciertos retoques a la imagen que le dan un ambiente casi onírico, muy a su estilo, guarda, apaga el ordenador, se pone el abrigo, las botas de caminar, coge su cámara y las llaves: se va.

1 de abril de 2011

MIEDO EN DOS MINUTOS


       Voy dejando arriba el espléndido sol de este domingo en Barcelona mientras desciendo apresuradamente las escaleras del Metro: línea roja, dirección Santa Coloma, último vagón pescado al vuelo, el alivio de un asiento vacío.
      -¡Te ha quitado el sitio, Pau! - chirría en mis oídos resacosos la voz cizañera de una chiquilla, me encuentro con su mirada y una sonrisa torcida por la mala intención.
      Pau debe ser el niño algo mayor que está de pie con la nariz aplastada en la ventana. Los padres me miran y reprenden levemente a la niña. Entre líneas, sin embargo, adivino que soy una intrusa en su perfecto grupo familiar de fin de semana, vamos a sacar a los niños. Ni me disculpo, ni me muevo, estoy vencida. Me acomodo en el asiento dispuesta de nuevo a desconectar de todo. Túnel.
      - Papá, ¿quién vive en esas puertas?- la voz del niño es débil, soportable.
      La misteriosa pregunta me reinicia, me sorprende y se queda conmigo en el aire esperando una respuesta. Ya no soy niña, hace tiempo que dejé de ver puertas en los túneles del metro y de preguntarme quién vivía en ellas. Nunca la formulé, evitaba las respuestas distantes de mi madre, tipo "déjate ya de tonterías, niña, siempre con la cabeza en babia", mientras seguía arremucándose con otro de sus paletos que no sabía que acabaría dándonos de comer aquel día. Permanezco atenta, suspendida. Espero la respuesta y la atención que siempre deseé a lo que nunca pregunté. Ellos no lo saben, yo tampoco todavía, pero ya se habían convertido en carne de teclado y word.
       - No vive na...
       - ¡Los fantasmas y los monstruos!, le interrumpe bruscamente la presunta niña con hambre de misterio y tono de carnaza. Quién sino.
       - Vaya ...como que tú los has visto- frunciendo el ceño, comprendiendo las terroríficas intenciones de su hija. La madre cede sonriente la negociación a su marido.
       - Sí.
       - Que los has visto, dices- insiste el padre dándole la oportunidad de desdecirse y evitar así alimentar los terrores nocturnos de su hermano mayor.
       - Sí - rotunda.
       - Están enterrados ahí... -murmura el niño que, impresionado, no ha podido olvidar las palabras de su hermana y ausente ya de la conversación sigue buscando monstruos y fantasmas en el túnel.