LAJÚN

LAJÚN

Guillermo Iglesias,  Isabel Mª González

I

Larsen

Bruno Larsen solía bajar temprano por la calleja del faro hasta el muelle de Lajún. Le agradaba andar sin prisa por el empedrado desparejo, a esa hora en que el primer sol incendiaba el océano y coloreaba los techos de pizarra erizados de chimeneas. Había descubierto esa calle después de transitarla indiferente y ajeno durante treinta años. En ese tiempo, que ahora le parecía apenas un instante, cada madrugada, había andado por esas mismas piedras blanqueadas por el salitre, sin haber prestado atención al abigarrado conjunto de construcciones que. recorría como si pasara revista a un pequeño reino, íntimo y familiar. Allí estaban las casas de sus vecinos, con sus dos plantas de dudosa vertical y su caprichosa arquitectura, con sus diminutos balcones de recias maderas o sus carcomidos balaustres de caliza señalando el oriente con una oscura pátina de verdín. La calle sinuosa era estrecha y algo empinada y estaba festoneada de pequeños jardines y parterres. Allí persistía tenaz el olmo gigantesco que sostenía con sus vigorosas ramas la fachada de la tienda de las redes, donde los hijos de Hanss continuaban el oficio heredado del maestro tejedor; Allí estaban como siempre las tiendas de ultramarinos, las tabernas olorosas a tabaco y a ron, el portal del falso benedictino, cegado por la verbena, la música y el fuego en la herrería de Bordoglio, el combado paredón del parvulario, el profuso jardín de La Virgen de las Tormentas que había llegado a Lajún sin escolta la noche de otoño en que naufragó la coleta Mariana; en la taberna de Mosse no faltaba quien jurara haberla visto resplandeciendo, pálida y hermosa en el ocaso del jardín o iluminando la luna entre los pilares del pórtico, se decía que su belleza no había menguado con el tiempo.

Treinta años. Bruno Larsen buscaba redimirse de su prolongada indiferencia. Cada amanecer abandonaba su yacija en la vetusta cabaña de la colina, apuraba su café, su porción de hogaza morena y salía enfundado en un grueso abrigo de lana a recorrer la calle barrida por el viento y todavía dormida. Era un hombre grande de manos fuertes, partidas por el frío y la sal. Su vieja gorra de timonel dejaba escapar gruesas guedejas del color del trigo y de la espuma que se agitaban en la brisa en torno a su cara honesta de barba despareja. A los sesenta años el mar por fin lo había soltado pero sentía que ahora formaba parte de una tripulación más numerosa y definitiva. Lajún era para Larsen un navío encallado y feliz, la calle del faro, el puente que él recorría atento y vagamente agradecido.

La madrugada en que descubrió la trampa se sintió desconcertado. Había iniciado su recorrido algo más tarde de lo que acostumbraba. Poco después de las cinco, demorado por una fina llovizna que prolongaba la noche, Larsen salió de la cabaña echándose al hombro una capa embreada. Anduvo un par de centenares de metros hasta la Curva de los Panes y allí se detuvo a armar un cigarrillo al amparo de la pastelería. Oyó que golpeaban el cristal del ventanuco y se inclinó sonriendo. Pocitano, el pastelero, lo saludaba desde el sótano iluminado tendiéndole un jarro humeante a modo de invitación. Larsen bajó a la cuadra aspirando el aroma de la primera horneada, saludó a los aprendices, palmeó el trasero enharinado de Martina que rió a carcajadas y aceptó la invitación de Pocitano que vertió unas gotas de ron en cada jarro. Bebieron el café casi sin hablar y poco después se despedían hasta la hora de la marea alta, en la taberna de Mosse. Bruno Larsen caminó despacio, la llovizna había tornado resbaladizas las piedras del camino. Entre los setos de la vereda al pie del árbol que sombrea el paredón del parvulario, un relumbrón metálico llamó su atención. Se detuvo y apartó con el pie los matojos y la hojarasca hasta dejar al descubierto una oscura superficie de bronce. La fina llovizna de diciembre relustraba el metal de borde reforzado de acero.

La pieza estaba guarnecida con planchuelas de hierro fijadas con gruesos remaches a su superficie. Tenía poco más de una braza de lado y se veía sólidamente encastrada en un marco de hierro. A Larsen le pareció semejante a un portalón de santa bárbara. La punta de su bota tropezó con una gruesa aldaba que trancaba la pieza en su quicio. En el lado opuesto, dos robustas bisagras, apenas enmohecidas disiparon sus dudas. Era una puerta trampa. Y parecía haber estado allí desde hacía mucho tiempo.

Por razones que no comprendió en ese momento, volvió a ocultar con cuidado su hallazgo con hojas y guijarros y , sólo entonces, reemprendió pensativo su camino. Pensó en interrogar a sus amigos, en su mayoría nativos de Lajún, pero entendió que hacerlo, les revelaría a éstos un culpable desconocimiento del lugar. Bruno Larsen se negaba a admitir que, después de tantos años, seguía siendo un advenedizo en la aldea.

Pero allí había una entrada. A la inquietud que le produjo el hallazgo, se sumó su propia incredulidad. Incontables veces había transitado ese lugar sin sospechar que, bajo sus botas, se hallaba algún tipo de cámara, una instalación subterránea, quizás un túnel, cuyo objeto no alcanzaba a imaginar.
No había en esa calle, obra alguna de alcantarillado. Tampoco podía tratarse del acceso a un sótano doméstico; al otro lado del paredón se extendía el parque de juegos con su bosquecillo de abedules en el que por las tardes se oía corretear a los niños; las aulas se hallaban a no menos de sesenta metros de la calle, al amparo del Roquedal de los Ángeles. La aldea comenzaba a animarse.. Larsen se unió a un grupo de trabajadores que se encaminaba al saladero y aceptó a requerimiento del capataz, dedicar unas horas a la faena. Todo ese año había sido de buena captura. No faltaba trabajo en Lajún. Es de noche, la aldea duerme. Hay un gato merodeando junto a la trampa.

 - ¡Este maldito gato nos descubrirá un día de éstos! Ayúdame a subir anda. ¡ Maldita artrosis! ¡Tú y tu maldita manía de darle de comer todas las noches! No sé si algún día acabaremos la "Graaaaaan novela" que nos tiene que llevar al "Graaaan estrellato",¡ ja , ja! ¡Mira cómo me río! ¡Y a ver si pescamos algo hoy antes de que se despierten todos que poco vamos a escribir con el estómago vacío!.
Guillermo sabía que era mejor no decir nada en esos arranques malhumorados de su compañera. Seguramente tenía razón. No estaba siendo fácil últimamente soportar el encierro, sus cuerpos habían envejecido. Los dolores alejaban en muchas ocasiones a sus musas, aburridas de su lentitud, de su falta de reflejos, de los cada vez más frecuentes olvidos de Isabel que, de vez en cuando, hacía aparecer un personaje que ya llevaba varios capítulos muerto.
Guillermo la ayudó a salir en silencio y acompañó sus refunfuños hasta el malecón agarradita del brazo, pensando en esos otros momentos en los que escriben juntos y que lo compensan todo.

A mediodía había escampado, el viento cruzado escoraba las barcazas que sorteaban la escollera con su alborotado cortejo de cormoranes y gaviotas
azules. Junto a sus compañeros de esa mañana, Larsen bajó hacia el muelle donde compartieron viandas con las muchachas de la empacadora. Algunos fileteros del primer turno dormitaban al sol entre los pilastres. Alguien le tendió a Larsen un porrón de aguardiente. Se disponía a beber cundo vio llegar al guardián del faro. El capitán Thomson parecía alterado. Paseó la vista por los circunstantes y la detuvo en Larsen que poniéndose de pié lo saludó con una desmañada venia. Los demás hombres se acercaron, rodeándolos. El capitán tomó la botella de las manos de Larsen y bebió un trago.

-Esta noche vamos a tener jaleo - anunció

-¿El fanal ?

-No, sí, el fanal, y también la cristalera y las lentes y el flotador y el depósito de mercurio...
todo . Todo estalló ahí arriba- dijo y volvió a empinar el porrón.

Larsen dirigió la vista hacia el faro. A menos de un kilómetro, la torre que resplandecía al sol, parecía indemne. Sin embargo, Larsen, que solía compartir las guardias con Thomson, durante las noches de tormenta, comprendió que se trataba de un verdadero desastre. Los daños que el capitán había enumerado, dejarían al faro fuera de servicio un largo tiempo. En vano interrogaron a Thomson intentando conocer más detalles. Explicó que a las seis treinta, al terminar el turno, se hallaba junto a Pequeño Malkovich haciendo un examen de rutina en el depósito de gas cuando oyeron un fuerte estallido de cristales. Cerraron de inmediato las válvulas y subieron sin demorarse.

 -Es como si nos hubiesen disparado un cañonazo, hay vidrios por todo el maldito risco.

 Thomson había bajado a dar parte al Almirantzgo dejando a Malkovich de guardia; habían telegrafiado al Cabo de las Animas, a Puerto de la Reina y a Caleta León.

 -En tres días esperan un mercante de Valdoglia, trae repuestos pero en La Reina no creen que haya una Fresnel a bordo.

Ese día los turnos del saladero se suspendieron tres horas antes de lo habitual. Los trabajadores se organizaron en dos grupos de seis hombres que velarían desde el atardecer hasta el amanecer en el risco del faro. El procedimiento de emergencia, no era nuevo; consistía en mantener encendidos los fuegos en lo alto del risco. En el lugar se hallaban emplazados dos grandes piletones de piedra en los que ardería el petróleo acumulado para ese fin en una barraca aneja al faro. Se encenderían alternativamente de modo de mantener constante el fuego mientras se renovaba sin riesgo el suministro de combustible. El capitán Thomson dirigiría la operación, Larsen y Pequeño Malkovich tendrían a su cargo la supervisión de cada grupo.

Durante el transcurso de la tarde, la aldea tomó conocimiento de la emergencia. Los acontecimientos adquirieron muy pronto un carácter festivo Las dotaciones asignadas a la guardia vieron acrecentado su número por gran cantidad de voluntarios, hombres y mujeres, que ofrecieron sus servicios con la intención de aliviar la velada a quienes habrían de permanecer en el risco durante la noche. Mosse insistió en hacerse cargo de suministrar las bebidas que aliviarían el ardor en las gargantas de los fogoneros, Pocitano, con la colaboración del mulero Alfonso, llevaría hasta el risco una horneada de panecillos especiales que un grupo de mujeres dirigido por Martina untaría en el lugar con los dulces de Galia. A estos alimentos para el cuerpo se sumarían los alimentos para el espíritu a cargo de los músicos del Almirantazgo; el falso benedictino velaría a su vez, por las almas de los navegantes.

La noche se cerró sobre la aldea, unos pocos candiles se encendieron en la solitaria calle del faro recortando en lo alto trémulos rectángulos de resplandor anaranjado. La oscuridad acalló los últimos gorjeos. Un gato que acechaba sobre el paredón del parvulario, maulló su frustración y saltó a la vereda con un silencio de terciopelo.

 Isabel dormía aún. Hoy no la despertaría como de costumbre. Desde que empezaron los lapsus de memoria, dormía más que nunca, a todas horas. Ella que siempre fue la más vital. Guillermo procuraba despertarla despacito, cariñosamente. Tenía la sensación de que el sueño le arrebataba cada vez más recuerdos. Le aterrorizaba pensar que un día se despertase y no le reconociese. La noche anterior habían estado escribiendo hasta el amanecer, Guillermo había dejado a Arturo al borde del suicidio, intentando acercarse al final de aquella obsesión en que se estaba convirtiendo su novela, pero Isabel insistió en que Lucía , temiendo lo peor, corriese desesperada hacia el acantilado y llegase a tiempo de salvarle. Abrazados el uno al otro, empapados por la lluvia y las lágrimas, regresarían a su casa. Así no había manera, Isabel se resistía a llegar a la última página. Cada vez que lo intentaba, notaba el nerviosismo de sus manos temblorosas, sus paseos agitados de aquí para allá por la estancia, el brillo de sus ojos humedecidos y asustados, casi suplicantes.
Hoy no la despertaría, algo pasaba ahí arriba, se oían voces, pasos, los lajunenses por alguna razón que desconocía no se habían acostado aún y no parecían tener intención de hacerlo. Desde que Larsen descubrió la trampa que tenía la mosca detrás de la oreja. Debía estar atento.

 La noche se cerraba sobre la aldea, fracturado su imperio en el risco del faro. Allí, un sol anaranjado y festivo era alimentado entre risas y música por los habitantes de Lajún.
Larsen, apartado del crepitar de las llamas, oteaba el horizonte casi invisible. Sabía que la vaga inquietud que sentía no se debía al temor por el destino de un eventual navegante. El peligro había sido conjurado, la aldea entera era un faro. Algo, sin embargo, pugnaba en su espíritu como una secreta advertencia que no lograba identificar. Entonces recordó la trampa.
Su turno de descanso recién comenzaba. Por un par de horas nadie iba a requerir su presencia. Comprendió que nunca tendría una mejor oportunidad de saber, de de averiguar por sí mismo y sin testigos ese secreto que lo inquietaba. Un secreto quizás nimio y fácilmente explicable, pero que, mientras persistiera, seguiría siendo una prueba de su condición de extranjero. Larsen se puso de pie y miró en torno. Al amparo de la oscuridad se dirigió a la aldea.


II

Isabel

Mientras se acercaba al paredón del parvulario volvía de vez en cuando la vista atrás para cerciorase de que nadie le seguía. Larsen pensaba en cómo aquel descubrimiento había alterado su paz en los últimos días y al mismo tiempo le hacía sentirse como un chiquillo dispuesto a correr una aventura secreta, a escondidas de sus mayores. Automáticamente como si de un resorte se tratase se le dispararon los recuerdos a aquella otra noche en que conoció a Isabel. El tonteo en el bar de pescadores de Valparaíso, su lenguaje culto y vulgar al mismo tiempo, su risa, sus provocadoras piernas, su actitud autosuficiente y altiva como protegiéndose de algún temor oculto y que paradójicamente despertaba en mí el deseo de protegerla. Parecía estar pidiéndome algún tipo de ayuda en aquella larga mirada que sostuvimos.

- Nadie me sostiene tanto tiempo la mirada para no decirme nada, muchacho - me dijo, mientras se acercaba poco a poco con cierta falta de equilibrio simpática.

- Disculpa, soy Isabel, estoy de paso. ¿Y tú, quién eres?.
Larsen demoró su respuesta, como si buscara en el rostro franco de Isabel algún indicio que desmintiera tanta cálida belleza

- ¿Quién soy?- sonrió por fin - Ahora no estoy muy seguro. Me llamo Larsen y creo que también estoy de paso.
Nunca supo porqué había dicho eso, sin embargo, mientras lo decía, comprendió que era cierto. Y supo algo más: nunca iba a poder mentirle a esa mujer.
Siguió avanzando a la sombra del paredón. Un soplo de brisa agitó la hojarasca de la calle solitaria dejando la trampa al descubierto. La luz de la farola se reflejo en el bronce, brillaba mucho más que antes, alguien se había ocupado de lustrarlo. Pensó entonces en quién más compartiría su secreto.

Se acercó, y tras asegurarse de que nadie le veía, intentó mover la aldaba y dio un salto hacia atrás sobresaltado al notar que alguien o algo se lo impedía desde el otro lado. Permaneció un buen rato inmóvil, pensativo mirando aquella aldaba dónde, ahora sí estaba seguro, se ocultaban , como mínimo,  unas manos.

A pocos pasos, un pequeño gato observaba la escena con el cuerpo en tensión. Lentamente, Larsen retrocedió hasta apoyar la espalda en el paredón. Sin quitar la vista de la trampa dejó que los minutos transcurrieran. No lograba decidir un curso de acción. A su mente acudían, sin orden, imágenes del pasado. “Yo también estoy de paso”.La frase se repetía pautando la afiebrada sucesión de escenas de su propia vida. La primera travesía en la balandra “Antonella” vivida como un festivo reencuentro, y mucho antes, el terror y el deseo cuando la mulata Betina no lo detuvo y el no sabía cómo seguir; la vez que el cuerpo desmañado del portugués cayó a sus pies con la inútil navaja todavía en el puño crispado; la primera vez que vislumbró la aldea desde la borda del “Marimonda” sobre un mar que rielaba con los moribundos resplandores del poniente. En ese vértigo estaba cuando algo quebró el ensueño. Con un destello de bronce, en completo silencio, la trampa comenzó a girar sobre sus goznes.

 Larsen se escondió y pudo ver como se abría la trampilla despacio y como un hombre salia de ella con recelo, mirando a todas partes. Su cara le resultaba familiar. Del interior se oyó una voz de mujer suplicando al hombre que la dejase salir, que se ahogaba, que tenía hambre, que...la voz también le resultó familiar.

- No es seguro Isabel, están todos despiertos. Aguanta un poco...

¿Isabel? (estoy de paso). No puede ser, no puede ser ella. Entonces ése debía ser Guillermo, el escritor, el que se la arrebató. Nunca había sido tan feliz como en aquellos meses en que Isabel vivió con él en Lajún ,... hasta que apareció él, que la encandiló con sus versos. El día en que despertó y ella no estaba a su lado. Desaparecieron los dos. Lo que le costó olvidar a Isabel, no lo sabe nadie. Pero lo hizo. Y ahora, ... pero qué hacían allí encerrados, ocultos a todas las miradas, ¿No habrán estado ahí desde entonces? No puede ser, ...¡si hacía veinte años!

 Y, sin embargo, era su voz. Aún tensionada por un matiz suplicante, era la voz de Isabel. Su querida voz, que lo precipitaba al pasado, que abolía el tiempo y aniquilaba veinte años de laboriosa resignación, ese remedo de olvido construido durante noches letargo alcohólico, arrasadas de insomnio y soledad. Su Isabel.
Larsen abandonó las sombras y avanzó.


III

Guillermo


      Guillermo, se llenaba de una piedad infinita cuando miraba a Isabel, desvalida, ausente.  Es entonces cuando se decide a dejar la carta que hacía unos días había escrito para Larsen entre la hojarasca que cubre la trampa, en el fondo le horrorizaba entregarle.

Larsen retrocede de nuevo, lo ve perderse en la niebla en dirección a la playa. Se acerca. Recoge la carta.

"Querido Bruno,

En mi memoria, la pasión que vivimos, nuestra huída de Lajún,  la culpa por abandonarte, Larsen -  mi eterno rival - y  que nunca pudo perdonarse ... después ocurrió el accidente. Jamás volvió a ser la misma trás la muerte de Julia, nuestra dulce niña,  nuestra pequeña,  a la que yo di mi nombre para atar a Isabel a mi vida para siempre,  temeroso de su empeño en volver a Lajún, de redimir de alguna manera su culpa contigo  llevándote a  tu hija, a Julia, que era capaz de redimirlo todo. Mi Julia, mi Isabel. Las perdería.

Julia  tenía ocho años cuando nos dejó y se quedó para siempre a vivir en nuestros ojos . Isabel perdió la cabeza, no me reconocía, se empeñó en que yo no era su marido, en que su marido era marinero, en que lo conoció en Valparaíso, en que no reconocía su casa ni su pueblo, que ella vivía en Lajún, que echaba de menos a Bruno, su faro, su mar, que quién era yo,  que por qué la retenía contra su voluntad.

 Los recuerdos me torturan hoy,  y ... no puedo más, dieciocho  años en Lajún, ocultos. No tuve más remedio que volver con ella, a buscarte, pero cuando Isabel te vio a lo lejos por primera vez,  quiso huir, esconderse del horror que se le vino encima, la ausencia de su hija, tu hija,  la niña de mis ojos, la que siempre quiso traerte para que te alegrase la vida. Lloramos los dos, abrazados, escondidos tras el paredón del parvulario, lloramos hasta que nos vencieron las fuerzas y nos quedamos dormidos. Al despertar, de noche, con el frío adherido a la piel, cogí a Isabel en brazos, temblaba, conocía aquel túnel - lo utilicé tantas veces para aislarme y escribir -me la llevé allí,  la recosté sobre un montón de paja, la abracé, le daría mi calor, mi amor, mi vida entera si hacía falta,  hasta que se recuperase.

 Desde entonces, Isabel intenta escribirte una carta parecida a ésta,  y no lo consigue y cada vez me odia más y cada vez te ama más, y cada vez sufre más y poco a poco va perdiendo la razón, y yo ...yo no sé que hacer,  yo... la amo más que a nada pero, ... no me pertenece.

 Yo por mi parte distraigo mi tristeza y mi sinvivir en una novela,  que sin Isabel, no acabaré nunca,  ... o sí, porque acabará mi vida. Lajún.  Para Isabel ha sido siempre el argumento de nuestro encierro, prefirió creer éso que afrontar su locura y sus miedos.

 Sé que has descubierto la trampa, se que intuyes que estamos aquí, sé que no entiendes nada. Cuando leas esta carta, yo me habré ido. No me odies demasiado. Entra a buscarla, no sé cómo reaccionará al verte, abrázala enseguida, fuerte, hasta que su pecho se relaje, sácala de ahí, cuidala. Ámala por los dos,  devuélvele la vida que le robé hace veinte años.

Dile a Isabel que estaré en Valparaíso, siempre  estaré ahí para lo que ella quiera. Voy a recogerme en los brazos de Begoña, su dulzura y su alegría me reconfortarán, siempre quiso ilustrarme mis escritos, tal vez ahora tenga la oportunidad de hacerlo. Finalmente Arturo y Lucía se reencuentran, mi novela concluye, la vuestra acaba de empezar.

Guillermo