Para no desconocerla diré que Elena no siempre se mostró así: fría, ausente, tan lejos de los que la amamos tanto. Ni una sonrisa, ni una mueca, ni una palabra, ni un pequeño atisbo de lo que ella había sido.
¿Y sus ojos? Esos no son los ojos de mi Elena: los suyos me amaban, me odiaban, me deseaban, me echaban de menos, me sonreían, me lloraban.
Yo debí estar aquí cuando me necesitaron, cuando sus manos me buscaban, cuando parió a nuestra hija. Hoy, sin embargo, vítreos y con las pupilas dilatadas, ni siquiera me culpan.
Miro a mi alrededor: todos esperan con rencor que sea yo quien los cierre para siempre.
Aquí estoy segura. Un bicho tan pequeño como yo debe elegir bien los lugares por los que se mueve. Bajo este banco voy a reposar un rato, estoy cansada, no es fácil desplazarse con mi tamaño sin ser aplastada o engullida por esos otros seres mucho más grandes que yo, nunca miran dónde pisan ni a quién se llevan por delante.
Ahora no hay nadie en el parque. Hay una hora en la que todos ellos desaparecen un buen rato, con el tiempo he comprendido que lo hacen para alimentarse, les gusta hacerlo en sitios cerrados. Hay silencio aquí y lo disfruto, tan sólo se oye el chasquido del viento entre las hojas que van cayendo en cada acometida. Concretamente, ésa que acaba de caer me está tapando la vista, me gustan las escenas otoñales. Me desplazo un poco hacia la izquierda, pesadamente, despacio, arrastrando mi cuerpo dolorido. Soy mayor, la artritis se ha instalado ya en setenta y cinco de mis patas, y a este otoño ya le queda poco, quizás a mí también. Un poco más a la izquierda, por si es el último.
Pronto llegará el frío y se acabarán los paseos y las contemplaciones. Habrá que retirarse entonces hasta la primavera, como siempre.